domingo, 20 de marzo de 2011

Guerra civil en el PRD
Federico Berrueto
Renovar la dirigencia es una manera de actualizar el enfrentamiento y la división del partido. El conflicto profundo no es de personas, sino de visión y práctica políticas. Desde siempre, el movimiento ha estado dividido entre quienes al poder le pegan con la izquierda y le cobran con la derecha, y quienes desde la base le confrontan con dogmatismo y ceguera estratégica
La guerra al interior del PRD hace tiempo empezó; la renovación de dirigencia es una manera de actualizar el enfrentamiento y la división. En el mejor de los casos la situación habrá de continuar igual: dirigentes alejados de la base y del mandato político que dio origen al PRD; en el peor, la ruptura abierta y el enfrentamiento que provoque la desaparición virtual de la organización; en la actualidad la mantienen los dineros públicos, el apoyo del Gobierno del DF y el monopolio que ostentan los partidos para acceder a los cargos de elección.
Los nombres de la disputa no son los que contienden la dirigencia, sino la candidatura presidencial: Marcelo Ebrard y Andrés Manuel López Obrador. Hay que recordar que hace poco menos de cinco años, AMLO impuso la candidatura de Ebrard a la jefatura de gobierno contra Jesús Ortega y con la resistencia de Cuauhtémoc Cárdenas, conocedor de su veleidad ideológica (Ebrard nunca ha sido de izquierda, Beltrones dixit). Hoy Ebrard con Ortega prácticamente han echado del PRD a AMLO. Lo que allí queda de lopezobradorismo no da para resistir, por ello el desenlace previsible favorecerá a quien combatió en sus orígenes al PRD, un discutible converso de origen salinista que se ha vuelto el aliado más perspicaz del presidente Calderón en su obsesión de sacar de la contienda a Peña Nieto, como hace seis años pretendió Fox con López Obrador.
Pero el conflicto profundo del PRD no es de personas, sino de visión y práctica políticas. De siempre, el movimiento popular ha estado dividido entre quienes al poder le pegan con la izquierda y le cobran con la derecha, y quienes desde la base le confrontan con intransigencia y, en no pocas veces, dogmatismo y ceguera estratégica. El viejo régimen autoritario requería del uso y abuso de los símbolos de la izquierda, su legitimación no eran las urnas sino invocar un mandato histórico de supuesto origen revolucionario y popular. Mucho antes del PRD y de Jesús Ortega, una parte de la izquierda se alimentaba de las ubres del poder gubernamental.
Cuauhtémoc Cárdenas ha sido la mejor síntesis del proyecto integrador del caleidoscopio que es la izquierda mexicana. Su trayectoria personal, su condición de sucesor del símbolo más poderoso de gobierno popular y, particularmente, su persistencia en los momentos más críticos —después de la derrota de 1988— le dieron la autoridad para sumar la gran diversidad a partir no de la oferta ideológica, sino de la expectativa de ganar el poder a través de las urnas, inédito en la historia de la izquierda. Por eso dos severas derrotas en elecciones presidenciales le volverían prescindible, su lugar lo tomaría quien en la nueva circunstancia sí podía derrotar a los adversarios: López Obrador.
La cohesión de la izquierda de ahora es compleja; no es ideológica, tampoco pragmática en el sentido de privilegiar el triunfo electoral. Convergen ideologías, movimientismo y el clientelismo del Gobierno del DF. A Ebrard se le ve con ventaja porque está en la tv, firma nombramientos y ordena pagos, pero su fuerza deriva del cargo que ostenta. AMLO ha perdido la condición de candidato fuerte, pero sin investidura ha persistido más allá de lo pensable y en sus propios términos es la figura más importante y consolidada de la izquierda, el que aglutina mucho de los prestigios que aún quedan, como es el caso de Alejandro Encinas. Su intransigencia ha sido condición necesaria de supervivencia.
Hasta hoy, AMLO ha resuelto no enfrentar a Ebrard, incluso reitera que el mejor posicionado será quien gane la candidatura presidencial. No es un error, es cálculo. AMLO sabe de la fragilidad de las lealtades frente al poder de la jefatura de gobierno. Incluso ya debió dar por hecho que Ebrard será quien defina la suerte de la nueva dirigencia. El enfrentamiento está en el terreno de las definiciones políticas: aliarse o no con Felipe Calderón. La suerte está echada y la guerra cobrará intensidad al definir la candidatura, salvo que haya rendición, impensable en López Obrador. Ese es el mensaje de los últimos meses.
La muy probable derrota en el Estado de México, con o sin alianza, habrá de darle razón a López Obrador. Calderón y Ebrard serán las bajas de la batalla. El PAN podrá designar candidato presidencial sin la interferencia de Calderón y el PRD transitará a una grave descomposición que sólo podrá ser aliviada con el reencuentro de López Obrador y Cuauhtémoc Cárdenas. Las elecciones en el estado más poblado del país, por las condiciones actuales de las preferencias, más que Peña Nieto, se juegan su suerte Felipe Calderón y Marcelo Ebrard, de allí que para ambos el saldo obligado de la renovación de dirigencia sea insistir en la alianza en la entidad. Ya ocurrió en el PAN, ¿sucederá lo mismo en el PRD?

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