sábado, 1 de septiembre de 2012

Las paradojas de López Obrador
 Rosario Robles

La decisión del Tribunal Electoral fue unánime y contundente. Las elecciones fueron libres y auténticas, dijeron los magistrados. Una por una se fueron desechando las acusaciones sin pruebas que presentó el Movimiento Progresista hasta decidir que no había fundamento para declarar la no validez de la elección. La razón es muy sencilla y lo fue desde el principio: nada ni nadie puede suplantar la voluntad popular. Ningún poder está por encima del emanando en las urnas. Es el voto la base, la plataforma, la única fuente de legitimidad del poder público. Por eso la decisión del Tribunal no podía ser de otra manera. Porque el 1 de julio millones de mexicanos acudieron a votar libremente y optaron por el candidato o candidata de su preferencia. Desde luego que todavía hay asuntos que corregir, sobre todo aquellos relacionados con desterrar las prácticas clientelares y corporativas comunes a todos los partidos políticos. Ninguno está exento de ellas y es hora de que la política se convierta en un motor para construir ciudadanía. De la elección surgió un presidente que ha sido ya convalidado por el máximo tribunal en la materia. Para Enrique Peña Nieto se abre la gran oportunidad de demostrar que se puede gobernar de manera diferente. De promover las grandes transformaciones que necesita el país. De contagiar de júbilo y esperanza porque México empieza a cambiar. Su mira debe estar puesta hacia adelante. Muy pronto se podrán evaluar sus primeras decisiones. El asunto en estos momentos estriba en lo que hará la izquierda. Llegó el momento de la decisión. En el escenario se vislumbran dos posiciones: los que, ya concluido el proceso con la calificación por parte del TEPJF, aducen que desde los espacios legislativos es necesario incidir y construir acuerdos, negociando incluso con el partido que ganó la Presidencia de la República, y los otros que, comandados por AMLO, continúan en la lógica de desconocimiento de las decisiones tomadas por el tribunal y, por supuesto, de quien fungirá a partir del 1 de diciembre como presidente de México. Unos ya están sentados en sus curules reconociendo con ello lo que niegan de palabra. Se aprestan a discutir, a negociar, a poner sobre la mesa temas que son importantes para la izquierda. Pero al mismo tiempo, la otra parte (algunos de ellos también desde su cómoda curul) acusa, señala, increpa, califica de “farsantes de toga y birrete”, de “pandilla de rufianes”, de “delincuentes” a quienes lo único que hicieron fue proteger la decisión mayoritaria expresada en las urnas. Esta es la paradoja en la que se mueve la izquierda. Esta es la contradicción sobre la que no puede seguir por mucho tiempo. El problema es que López Obrador ya señaló que de ninguna manera acepta el fallo del Tribunal y convocó a la desobediencia civil, cuyas acciones se decidirán (otra vez) en una asamblea.
Con esta postura, AMLO renuncia a comandar los millones de votos que obtuvo en las urnas y convertirlos en la fuerza política capaz de incidir en el rumbo del nuevo gobierno. Una vez más deja el camino libre para que la negociación sea con el PAN. También para que las burocracias que controlan las estructuras partidarias y las fracciones parlamentarias del PRD y los otros partidos de izquierda tengan la tentación de negociar sus votos por baratijas. En lugar de ponerse al frente y enarbolar un programa que permita que el país recorra un camino de cambios a favor de la igualdad y la libertad, se lanza de nuevo a la aventura en la que el único eje, el único centro, es él. La decisión era previsible a pesar de que en la noche del 1 de julio anunció que seguiría el camino legal trazado por nuestra Constitución. No está en su naturaleza asumirse como perdedor y reconocer al de enfrente. Iniciará una nueva etapa ahora a partir de este esquema de desobediencia civil, pero en condiciones muy desventajosas porque este año en casi nada se parece al 2006. Él mismo tiene poca fuerza en los diputados y senadores de izquierda que conformarán la nueva legislatura. Tampoco la tiene en la dirigencia perredista. Quienes ocupan esas posiciones, quienes se beneficiarán de las prerrogativas son otros. Vaya paradoja. AMLO da los votos y otros los administran. Ésa es la ruta que él escogió.

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