La Cuna del Rey
Por ALEJANDRA HERNÁNDEZ OJENDI
Casi 41 años han pasado y José Azanza
Jiménez recuerda como si hubiera sido ayer la noche en la que José Alfredo
Jiménez le pidió que cuando muriera lo enterraran en Dolores Hidalgo,
Guanajuato. “Me dijo ‘Pepe, yo no quiero que me entierren la Rotonda de los
Hombres Ilustres, ni en la ciudad de México; yo quiero una tumba humilde, en el
panteón municipal de Dolores.
Eso sí —le advirtió— que mi epitafio sea
La vida no vale nada’’ El sobrino del ídolo de la canción ranchera evoca esa
conversación sentado en la misma mesa en la que el 17 de diciembre de 1972 su
tío le expresó su voluntad con un whisky Old Parr en la mano.
Once meses después de esa plática, el
cantautor falleció. Por eso Azanza está convencido de que ya en esas fechas
José Alfredo, quien desde años atrás padecía cirrosis hepática, ya veía cercana
su muerte.
El hombre que le cantaba al amor y al
desamor, al alcohol y a la parranda, que compuso casi trescientas canciones,
falleció a los 47 años de edad, el 23 de noviembre de 1973. Hoy, 40 años
después, sigue siendo recordado en México y en otros países. Aunque quizá en
ningún lugar como en Dolores Hidalgo, el pueblo en el que nació y en el que
descansa.
Ese pueblo
de Dolores: Los primeros años
A una cuadra del centro de Dolores Hidalgo, en el
número 11 de la calle Guanajuato, se localiza la casa en la que nació José
Alfredo Jiménez el 19 de enero de 1926. Se trata de una construcción colonial
en cuya fachada color rojo ladrillo se halla inscrito en letras cursivas “Casa
Museo José Alfredo Jiménez”. La puerta está abierta y desde la calle se alcanza
a ver el patio central. A su alrededor, formando un rectángulo, están las ocho
salas en las que se narra de forma cronológica la vida del cantautor
guanajuatense.
En el corredor, sentado en la mesa antes
mencionada y a un costado de un busto de José Alfredo, nos espera José Azanza
Jiménez, quien además de sobrino del ídolo popular es director de este museo
inaugurado el 6 de septiembre de 2008. Lleva puesta una chamarra de piel color
vino. Son principios de noviembre y el frío ya se deja sentir. Azanza cumplió
79 años este 2013. Su rostro no delata su edad: pocas arrugas lo surcan. Lo
único que quizá la revela es su dificultad para caminar. Así empieza a contar
la historia de su tío: “En esta casa José Alfredo Jiménez pegó su primer llanto
—dice con su voz bajita y pausada. Y enseguida se pone a cantar—: No vale nada
la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando, y así llorando se
acaba, por eso es que en este mundo, la vida no vale nada”.
Y continúa: “Aquí, a los siete años, José Alfredo
empezó a dar muestras de esa hipersensibilidad con la que nació: le cambiaba la
letra a las canciones de Cri-Cri y a las rondas infantiles. Una de las primeras
que escribió estaba inspirada en su gato, Demetrio”.
El compositor y cantante vivió aquí con sus
padres y sus hermanos.
Agustín Sandoval, su padre, era farmacéutico, y
en 1900 estableció en el interior de la casa la botica San Vicente, que sería
la primera del pueblo y que actualmente se ubica a dos calles del museo, en el
número 2 de Zacatecas.
Carmen Sandoval, su madre, era ama de casa y
cuidaba de sus cuatro hijos: Ignacio, Concepción, José Alfredo y Víctor, según
el orden en que nacieron.
De los años que el ídolo de la música ranchera
pasó en esta casona construida en 1820 se da cuenta en la primera sala del
museo: “Ese pueblo de Dolores”, cuyo nombre fue tomado de un verso de la
canción El 15 de septiembre: Ese pueblo de Dolores ¡qué pueblito! / Qué
terreno tan bonito / tan alegre, tan ideal…
El acta de nacimiento de José Alfredo, su fe de
bautizo, el triciclo de fierro que montaba a los tres años, así como fotos en
las que sale vestido de charro o con sus padres y sus hermanos pueden verse en
este rincón de la casa.
En esta sala también se indica que frente al
museo está la primaria Josefa Ortiz de Domínguez, conocida como Centenario, en
la que José Alfredo estudió tres años y a la que, según cuentan vecinos,
siempre llegaba tarde, no obstante su cercanía.
Cuatro
caminos: La época de
incertidumbre
José Alfredo Jiménez dejó de vivir en esta casa
cuando tenía 10 años, luego del fallecimiento de su padre. “Agustín murió en
1936 —explica Azanza— y Carmelita, que no sabía nada de farmacia, vendió la
botica para irse con sus hijos a la ciudad de México”.
El cantautor guanajuatense pasó el resto de su
infancia y su juventud en la capital del país. Ahí, antes del éxito, fue mesero
en el restaurante de antojitos yucatecos La Sirena, en la colonia Santa María
la Ribera, y portero en dos equipos de futbol profesional, el Oviedo y el
Marte, como lo constatan las fotos que se exhiben en la segunda sala del museo:
“Cuatro caminos”.
“Pocas personas lo saben —comenta su sobrino—,
pero José Alfredo fue jugador de futbol de primera división; a los 18 años, en
el Marte, fue compañero de Antonio La Tota Carbajal, uno de los mejores
porteros que ha tenido México”.
Además de su afición por el futbol, José Alfredo
sentía un gran gusto por la música, y seguía componiendo canciones. De modo que
vivía una incertidumbre respecto de su vocación. Se abrían ante él no dos, sino
Cuatro caminos: Cuatro caminos hay en mi vida / cuál de los cuatro
será el mejor / tú que me viste llorar de angustia / dime Paloma por cuál
me voy.
“El primero —cuenta Azanza— era la
música; el segundo, el futbol; el tercero, la posibilidad de regresar a Dolores
a hacerse cargo de una hacienda, y el cuarto… No había un cuarto, pero le puso
así a su canción porque tenía gran inclinación por el número cuatro: ‘nomás nos
tomaremos cuatro copas’, ‘tan siquiera cuatro noches’, ‘sonaron cuatro
balazos’”.
Qué suerte
la mía: Rumbo a la fama
Decidido ya a dedicarse a escribir y a cantar
canciones, José Alfredo formó el grupo Los Rebeldes junto con los hermanos
Enrique y Valentín Ferrusca y Jorge Ponce, hijo del propietario de La Sirena.
En ese restaurante, en 1947, la agrupación fue descubierta por el arpista
veracruzano Andrés Huesca, quien contactó a los jóvenes músicos con las
estaciones de radio RCA Víctor, XEX y XEW, las cuales catapultaron a José
Alfredo al éxito. Así lo atestiguan las fotografías dispuestas en la tercera
sala del museo, llamada “Qué suerte la mía”: Qué suerte la mía / tener que
olvidarte queriéndote así / qué suerte la mía / después de una pena
volver a sufrir.
En esos años surgió la curiosa anécdota que
después narraría José Alfredo, quien, aunque parezca increíble, no sabía tocar
ningún instrumento musical: “Cuando Andrés Huesca me llevó a los estudios de
grabación de la RCA Víctor, don Mariano Ribera Conde, director artístico, me
pidió que fuera al piano y le cantara algunas de mis canciones; yo respondí que
no sabía tocar el piano; entonces Ribera Conde, amablemente pidió a uno de los
Costeños [así se llamaba el grupo con el que cantaba Andrés Huesca] que me
prestara una guitarra, pero yo, de inmediato, dije que no sabía tocar la
guitarra. Ribera Conde un tanto molesto interrogó ‘Entonces, muchacho, ¿cómo
diablos compones? Con sencillez contesté: ‘Así nomás, de silbidito’” (Paloma Jiménez
Gálvez, Casa Museo José Alfredo Jiménez, Sextil editores, México, 2012,
p. 33).
Paloma
querida: El amor
Además de descubrir los inicios de la carrera
musical de José Alfredo, en el museo se pueden conocer algunos pasajes de su
vida amorosa, la cual solía llevar a sus canciones.
En la sala “Qué suerte la mía” se cuenta que
compuso Ella (Me cansé de rogarle / me cansé de decirle /
que yo sin ella / de pena muero) inspirado en su relación con Cristina, una
mujer que nunca quiso comprometerse con él.
La sala “Paloma querida” (Por el día en que
llegaste a mi vida / Paloma querida me puse a brindar) está dedicada
a su esposa, Paloma Gálvez, con quien se casó el 27 de junio de 1952 y con
quien tuvo dos hijos: Paloma, directora general del museo, y José Alfredo,
albacea de la obra de su padre.
De su relación con la bailarina María Medel, con
quien procreó tres hijos: José Antonio, José Manuel y Martha, se da cuenta en
la sala “Estoy en el rincón de una cantina”.
El rey: El éxito y la inmortalidad
La cumbre del éxito de José Alfredo se registra
en la sala “El Rey”; “La vida no vale nada” está dedicada a sus viejos
intérpretes (Pedro Infante, Jorge, Negrete, Lola Beltrán, Lucha Villa, entre
otros), y “Olvídate de todos menos de mí”, a quienes tras su muerte han seguido
cantando sus canciones, como Luis Miguel, Maná y Enrique Bunbury.
José Azanza Jiménez se dice orgulloso de la
creación de este museo, pues antes era en el de la Independencia Nacional, aquí
en Dolores, donde se exhibían los objetos personales de su tío. “Lo cual
—asegura— era una incongruencia absoluta, pues José Alfredo no fue El
Pípila ni fue insurgente”.
La casa natal de José Alfredo fue readquirida por
la familia Jiménez hace unos años. La remodelación para convertirla en museo
fue supervisada por el arquitecto Javier Senosiain, esposo de Paloma hija. De
la museografía, se encargó el también arquitecto Jorge Agostini.
De este recinto, Azanza destaca “el hermosísimo”
retrato al óleo de José Alfredo creado por el artista celayense Octavio Ocampo.
Si se ve de lejos, esa pintura colocada en la sala de usos múltiples, parece
sólo un retrato del cantautor, pero si se ve de cerca, se descubre que es en
realidad un retrato formado por otros retratos: los de su familia y los de sus
principales intérpretes.
El sobrino de José Alfredo habla también del
cancionero interactivo, en el cual los visitantes pueden escuchar las canciones
del ídolo de la música ranchera de su voz o de la de otros artistas.
El sábado 2 de noviembre, niños, jóvenes y
adultos recorrían la casa natal de José Alfredo. Al sobrino del compositor le
sorprende que personas que nacieron incluso después de la muerte de su tío
canten sus canciones, pero le sorprende más que en cinco años el museo haya
recibido visitantes procedentes de los cinco continentes, alrededor de 48 mil.
“Cómo es posible que personas oriundas de países que no hablan español lo
sientan”, comenta el también autor del libro José Alfredo Jiménez. Anécdotas
desconocidas y una canción inédita.
El hijo del
pueblo: El culto
Si uno sale del museo y camina por el centro de
Dolores Hidalgo, seguirá conviviendo con el recuerdo del cantautor. En cafés y
restaurantes es común ver pinturas suyas, colgadas incluso a un costado de
retratos del cura Hidalgo (además de ser la tierra en la que nació José
Alfredo, este pueblo es Cuna de la Independencia Nacional). Y si uno pregunta a
cualquiera de los lugareños dónde queda la avenida que lleva el nombre del
compositor, dónde sus monumentos, dónde su tumba, darán enseguida las señas de
su ubicación.
Rumbo a la salida del pueblo se encuentra la
escultura que conmemora el décimo aniversario luctuoso del cantante, creada por
José Luis Praxiteles Segoviano. Este monumento, que lleva a la avenida José
Alfredo Jiménez, es conocido por los dolorenses como la estatua “de la
glorieta”. La otra, que está más adelante, y recibe o despide a los visitantes
de Dolores, según la dirección en que se vaya, es la “de la lomita”, creada por
Benjamín Rodríguez Avendaño e inaugurada el 5 de octubre de 2006.
Ya muy cerca de esta escultura queda el panteón
municipal. A diferencia del centro del pueblo, que ese Día de Muertos lucía
desolado, aquí está concurrido. Los dolientes llevan ramos de flores y
veladoras en las manos. A unos pasos de la entrada, está la tumba de José
Alfredo: un gigantesco sombrero de charro café y un zarape de colores, en cuyos
azulejos se hallan inscritos los títulos de sus canciones. Curiosos se detienen
a verla.
Le toman fotos. Y le dejan claveles rojos,
amarillos y blancos.
“Este mausoleo —dice Rafael Cárdenas Pérez, guía
de turistas de la tumba— fue inaugurado el 23 de noviembre de 1988, cuando José
Alfredo cumplió 25 años de haber fallecido. Fue diseñado por el arquitecto
Javier Senosiain. Está el sombrero y el zarape, pero también la boca de José
Alfredo, pues está cantando”.
Desde hace tres años, Rafael Cárdenas trabaja en
la tumba del ídolo de la canción ranchera. A lo largo de ese tiempo ha
presenciado varias escenas que demuestran la vigencia y la dimensión
internacional de José Alfredo. Una de las más curiosas la protagonizó un
holandés: “Vino aquí a cantar El rey. No hablaba español, pero se sabía
la canción”, asegura.
Luego de contar esa anécdota, el guía de
turistas, que viste de charro, se pone a cantar y a tocar su guitarra: Yo sé
bien que estoy afuera, pero el día en que yo me muera, sé que tendrás que
llorar… La gente que rodea el mausoleo lo acompaña: Llorar y llorar,
llorar y llorar…
Antes de la creación de esta tumba, los restos de
José Alfredo descansaban bajo una lápida de madera, que luego fue cambiada por
una de mármol, pues sus seguidores se inconformaban con la primera. Ambas
lápidas se conservan en el jardín del museo del compositor. Con el mausoleo que
está hoy, a la gente se le ve satisfecha. Quizá no es la “tumba humilde” que
José Alfredo le pidió a su sobrino José Azanza antes de morir, pero aun
así El hijo del pueblo debe estar contento: su
epitafio es La vida no vale nada.