domingo, 24 de noviembre de 2013

La Cuna del Rey

Por ALEJANDRA HERNÁNDEZ OJENDI
 
Casi 41 años han pasado y José Azanza Jiménez recuerda como si hubiera sido ayer la noche en la que José Alfredo Jiménez le pidió que cuando muriera lo enterraran en Dolores Hidalgo, Guanajuato. “Me dijo ‘Pepe, yo no quiero que me entierren la Rotonda de los Hombres Ilustres, ni en la ciudad de México; yo quiero una tumba humilde, en el panteón municipal de Dolores.
Eso sí —le advirtió— que mi epitafio sea La vida no vale nada’’ El sobrino del ídolo de la canción ranchera evoca esa conversación sentado en la misma mesa en la que el 17 de diciembre de 1972 su tío le expresó su voluntad con un whisky Old Parr en la mano.
Once meses después de esa plática, el cantautor falleció. Por eso Azanza está convencido de que ya en esas fechas José Alfredo, quien desde años atrás padecía cirrosis hepática, ya veía cercana su muerte.
El hombre que le cantaba al amor y al desamor, al alcohol y a la parranda, que compuso casi trescientas canciones, falleció a los 47 años de edad, el 23 de noviembre de 1973. Hoy, 40 años después, sigue siendo recordado en México y en otros países. Aunque quizá en ningún lugar como en Dolores Hidalgo, el pueblo en el que nació y en el que descansa.
 
Ese pueblo de Dolores: Los primeros años
 
A una cuadra del centro de Dolores Hidalgo, en el número 11 de la calle Guanajuato, se localiza la casa en la que nació José Alfredo Jiménez el 19 de enero de 1926. Se trata de una construcción colonial en cuya fachada color rojo ladrillo se halla inscrito en letras cursivas “Casa Museo José Alfredo Jiménez”. La puerta está abierta y desde la calle se alcanza a ver el patio central. A su alrededor, formando un rectángulo, están las ocho salas en las que se narra de forma cronológica la vida del cantautor guanajuatense.
En el corredor, sentado en la mesa antes mencionada y a un costado de un busto de José Alfredo, nos espera José Azanza Jiménez, quien además de sobrino del ídolo popular es director de este museo inaugurado el 6 de septiembre de 2008. Lleva puesta una chamarra de piel color vino. Son principios de noviembre y el frío ya se deja sentir. Azanza cumplió 79 años este 2013. Su rostro no delata su edad: pocas arrugas lo surcan. Lo único que quizá la revela es su dificultad para caminar. Así empieza a contar la historia de su tío: “En esta casa José Alfredo Jiménez pegó su primer llanto —dice con su voz bajita y pausada. Y enseguida se pone a cantar—: No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando, y así llorando se acaba, por eso es que en este mundo, la vida no vale nada”.
Y continúa: “Aquí, a los siete años, José Alfredo empezó a dar muestras de esa hipersensibilidad con la que nació: le cambiaba la letra a las canciones de Cri-Cri y a las rondas infantiles. Una de las primeras que escribió estaba inspirada en su gato, Demetrio”.
El compositor y cantante vivió aquí con sus padres y sus hermanos.
Agustín Sandoval, su padre, era farmacéutico, y en 1900 estableció en el interior de la casa la botica San Vicente, que sería la primera del pueblo y que actualmente se ubica a dos calles del museo, en el número 2 de Zacatecas.
Carmen Sandoval, su madre, era ama de casa y cuidaba de sus cuatro hijos: Ignacio, Concepción, José Alfredo y Víctor, según el orden en que nacieron.
De los años que el ídolo de la música ranchera pasó en esta casona construida en 1820 se da cuenta en la primera sala del museo: “Ese pueblo de Dolores”, cuyo nombre fue tomado de un verso de la canción El 15 de  septiembre: Ese pueblo de Dolores ¡qué pueblito! / Qué terreno tan bonito /  tan alegre, tan ideal…
El acta de nacimiento de José Alfredo, su fe de bautizo, el triciclo de fierro que montaba a los tres años, así como fotos en las que sale vestido de charro o con sus padres y sus hermanos pueden verse en este rincón de la casa.
En esta sala también se indica que frente al museo está la primaria Josefa Ortiz de Domínguez, conocida como Centenario, en la que José Alfredo estudió tres años y a la que, según cuentan vecinos, siempre llegaba tarde, no obstante su cercanía.
 
Cuatro caminos: La época de incertidumbre
 
José Alfredo Jiménez dejó de vivir en esta casa cuando tenía 10 años, luego del fallecimiento de su padre. “Agustín murió en 1936 —explica Azanza— y Carmelita, que no sabía nada de farmacia, vendió la botica para irse con sus hijos a la ciudad de México”.
El cantautor guanajuatense pasó el resto de su infancia y su juventud en la capital del país. Ahí, antes del éxito, fue mesero en el restaurante de antojitos yucatecos La Sirena, en la colonia Santa María la Ribera, y portero en dos equipos de futbol profesional, el Oviedo y el Marte, como lo constatan las fotos que se exhiben en la segunda sala del museo: “Cuatro caminos”.
“Pocas personas lo saben —comenta su sobrino—, pero José Alfredo fue jugador de futbol de primera división; a los 18 años, en el Marte, fue compañero de Antonio La Tota Carbajal, uno de los mejores porteros que ha tenido México”.
Además de su afición por el futbol, José Alfredo sentía un gran gusto por la música, y seguía componiendo canciones. De modo que vivía una incertidumbre respecto de su vocación. Se abrían ante él no dos, sino Cuatro  caminos: Cuatro caminos hay en mi vida / cuál de los cuatro será el mejor / tú  que me viste llorar de angustia / dime Paloma por cuál me voy.
 “El primero —cuenta Azanza— era la música; el segundo, el futbol; el tercero, la posibilidad de regresar a Dolores a hacerse cargo de una hacienda, y el cuarto… No había un cuarto, pero le puso así a su canción porque tenía gran inclinación por el número cuatro: ‘nomás nos tomaremos cuatro copas’, ‘tan siquiera cuatro noches’, ‘sonaron cuatro balazos’”.
 
Qué suerte la mía: Rumbo a la fama
 
Decidido ya a dedicarse a escribir y a cantar canciones, José Alfredo formó el grupo Los Rebeldes junto con los hermanos Enrique y Valentín Ferrusca y Jorge Ponce, hijo del propietario de La Sirena. En ese restaurante, en 1947, la agrupación fue descubierta por el arpista veracruzano Andrés Huesca, quien contactó a los jóvenes músicos con las estaciones de radio RCA Víctor, XEX y XEW, las cuales catapultaron a José Alfredo al éxito. Así lo atestiguan las fotografías dispuestas en la tercera sala del museo, llamada “Qué suerte la mía”: Qué suerte la mía / tener que olvidarte queriéndote así / qué suerte la  mía / después de una pena volver a sufrir.
En esos años surgió la curiosa anécdota que después narraría José Alfredo, quien, aunque parezca increíble, no sabía tocar ningún instrumento musical: “Cuando Andrés Huesca me llevó a los estudios de grabación de la RCA Víctor, don Mariano Ribera Conde, director artístico, me pidió que fuera al piano y le cantara algunas de mis canciones; yo respondí que no sabía tocar el piano; entonces Ribera Conde, amablemente pidió a uno de los Costeños [así se llamaba el grupo con el que cantaba Andrés Huesca] que me prestara una guitarra, pero yo, de inmediato, dije que no sabía tocar la guitarra. Ribera Conde un tanto molesto interrogó ‘Entonces, muchacho, ¿cómo diablos compones? Con sencillez contesté: ‘Así nomás, de silbidito’” (Paloma Jiménez Gálvez, Casa Museo José Alfredo Jiménez, Sextil editores, México, 2012, p. 33).
 
Paloma querida: El amor
 
Además de descubrir los inicios de la carrera musical de José Alfredo, en el museo se pueden conocer algunos pasajes de su vida amorosa, la cual solía llevar a sus canciones.
En la sala “Qué suerte la mía” se cuenta que compuso Ella (Me cansé  de rogarle / me cansé de decirle / que yo sin ella / de pena muero) inspirado en su relación con Cristina, una mujer que nunca quiso comprometerse con él.
La sala “Paloma querida” (Por el día en que llegaste a mi vida / Paloma  querida me puse a brindar) está dedicada a su esposa, Paloma Gálvez, con quien se casó el 27 de junio de 1952 y con quien tuvo dos hijos: Paloma, directora general del museo, y José Alfredo, albacea de la obra de su padre.
De su relación con la bailarina María Medel, con quien procreó tres hijos: José Antonio, José Manuel y Martha, se da cuenta en la sala “Estoy en el rincón de una cantina”.
 
El rey: El éxito y la inmortalidad
 
La cumbre del éxito de José Alfredo se registra en la sala “El Rey”; “La vida no vale nada” está dedicada a sus viejos intérpretes (Pedro Infante, Jorge, Negrete, Lola Beltrán, Lucha Villa, entre otros), y “Olvídate de todos menos de mí”, a quienes tras su muerte han seguido cantando sus canciones, como Luis Miguel, Maná y Enrique Bunbury.
José Azanza Jiménez se dice orgulloso de la creación de este museo, pues antes era en el de la Independencia Nacional, aquí en Dolores, donde se exhibían los objetos personales de su tío. “Lo cual —asegura— era una incongruencia absoluta, pues José Alfredo no fue El Pípila ni fue insurgente”.
La casa natal de José Alfredo fue readquirida por la familia Jiménez hace unos años. La remodelación para convertirla en museo fue supervisada por el arquitecto Javier Senosiain, esposo de Paloma hija. De la museografía, se encargó el también arquitecto Jorge Agostini.
De este recinto, Azanza destaca “el hermosísimo” retrato al óleo de José Alfredo creado por el artista celayense Octavio Ocampo. Si se ve de lejos, esa pintura colocada en la sala de usos múltiples, parece sólo un retrato del cantautor, pero si se ve de cerca, se descubre que es en realidad un retrato formado por otros retratos: los de su familia y los de sus principales intérpretes.
El sobrino de José Alfredo habla también del cancionero interactivo, en el cual los visitantes pueden escuchar las canciones del ídolo de la música ranchera de su voz o de la de otros artistas.
El sábado 2 de noviembre, niños, jóvenes y adultos recorrían la casa natal de José Alfredo. Al sobrino del compositor le sorprende que personas que nacieron incluso después de la muerte de su tío canten sus canciones, pero le sorprende más que en cinco años el museo haya recibido visitantes procedentes de los cinco continentes, alrededor de 48 mil. “Cómo es posible que personas oriundas de países que no hablan español lo sientan”, comenta el también autor del libro José Alfredo Jiménez. Anécdotas desconocidas y una  canción inédita.
 
El hijo del pueblo: El culto
 
Si uno sale del museo y camina por el centro de Dolores Hidalgo, seguirá conviviendo con el recuerdo del cantautor. En cafés y restaurantes es común ver pinturas suyas, colgadas incluso a un costado de retratos del cura Hidalgo (además de ser la tierra en la que nació José Alfredo, este pueblo es Cuna de la Independencia Nacional). Y si uno pregunta a cualquiera de los lugareños dónde queda la avenida que lleva el nombre del compositor, dónde sus monumentos, dónde su tumba, darán enseguida las señas de su ubicación.
Rumbo a la salida del pueblo se encuentra la escultura que conmemora el décimo aniversario luctuoso del cantante, creada por José Luis Praxiteles Segoviano. Este monumento, que lleva a la avenida José Alfredo Jiménez, es conocido por los dolorenses como la estatua “de la glorieta”. La otra, que está más adelante, y recibe o despide a los visitantes de Dolores, según la dirección en que se vaya, es la “de la lomita”, creada por Benjamín Rodríguez Avendaño e inaugurada el 5 de octubre de 2006.
Ya muy cerca de esta escultura queda el panteón municipal. A diferencia del centro del pueblo, que ese Día de Muertos lucía desolado, aquí está concurrido. Los dolientes llevan ramos de flores y veladoras en las manos. A unos pasos de la entrada, está la tumba de José Alfredo: un gigantesco sombrero de charro café y un zarape de colores, en cuyos azulejos se hallan inscritos los títulos de sus canciones. Curiosos se detienen a verla.
Le toman fotos. Y le dejan claveles rojos, amarillos y blancos.
“Este mausoleo —dice Rafael Cárdenas Pérez, guía de turistas de la tumba— fue inaugurado el 23 de noviembre de 1988, cuando José Alfredo cumplió 25 años de haber fallecido. Fue diseñado por el arquitecto Javier Senosiain. Está el sombrero y el zarape, pero también la boca de José Alfredo, pues está cantando”.
Desde hace tres años, Rafael Cárdenas trabaja en la tumba del ídolo de la canción ranchera. A lo largo de ese tiempo ha presenciado varias escenas que demuestran la vigencia y la dimensión internacional de José Alfredo. Una de las más curiosas la protagonizó un holandés: “Vino aquí a cantar El rey. No hablaba español, pero se sabía la canción”, asegura.
Luego de contar esa anécdota, el guía de turistas, que viste de charro, se pone a cantar y a tocar su guitarra: Yo sé bien que estoy afuera, pero el día en  que yo me muera, sé que tendrás que llorar… La gente que rodea el mausoleo lo acompaña: Llorar y llorar, llorar y llorar…
Antes de la creación de esta tumba, los restos de José Alfredo descansaban bajo una lápida de madera, que luego fue cambiada por una de mármol, pues sus seguidores se inconformaban con la primera. Ambas lápidas se conservan en el jardín del museo del compositor. Con el mausoleo que está hoy, a la gente se le ve satisfecha. Quizá no es la “tumba humilde” que José Alfredo le pidió a su sobrino José Azanza antes de morir, pero aun así  El hijo  del pueblo  debe estar contento: su epitafio es La vida no vale nada.
 
 

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